miércoles, 10 de julio de 2013

“Una habitación propia”, de Virginia Woolf


Una habitación propia, de Virginia Wolf, en edición de Seix Barral

Título: Una habitación propia
Autora: Virginia Woolf
Primera edición: 1929
Género: Ensayo
 
Una habitación propia es un ensayo, en parte novelado, que tradicionalmente ha sido considerado el legado de Virginia Woolf a la causa feminista. El ensayo está elaborado a partir de las dos conferencias que Virginia dio en Cambridge (una en la Sociedad Literaria de Newham, y otra en la Odtaa de Girton) en octubre de 1928. El tema que le propusieron fue “Las mujeres y la novela”. Un tema, sin duda, complejo por ilimitado, y que no hay forma de abordar debidamente si el autor no realiza el esfuerzo de analizar el papel que ha desempeñado la mujer en la sociedad a lo largo de la historia. Virginia así lo entiende, y lleva al lector de la mano por un recorrido histórico en el que nos desvela las desventajas que ha sufrido la mujer en todos los órdenes sociales y cómo esta discriminación ha influido en sus afanes literarios y creativos; y lo hace de una manera francamente lúcida, persuasiva y aun clarividente.

Dicen los eruditos que la obra de Woolf es una respuesta a los comentarios de algunos escritores y críticos coetáneos, que señalaban que ninguna mujer había creado jamás una obra de arte comparable a las creadas por hombres, ni había destacado en filosofía o ciencias. Argüían que la inteligencia era “una especialidad masculina”, y que ninguna mujer alcanzó nunca la genialidad de los grandes genios varones. La capacidad intelectual de las mujeres, concluían, es muy inferior.

Lo cierto es que Virginia Woolf, con este ensayo, rebatiría todas las críticas masculinas, incluidas las que en un principio podrían parecer convincentes aun para las propias mujeres. Y lo hace demostrando que esas críticas son fruto de la hipocresía, y nacen de la propia inseguridad de los hombres. La autora infiere que es injusto burlarse de la inteligencia de una mujer, de su falta de opinión sobre cualquier parcela del conocimiento, o de sus poco desarrollados talentos, cuando no ha recibido la misma preparación intelectual que el hombre; y no porque ella lo hubiese decidido así, sino porque se le ha negado ese derecho de forma completamente arbitraria a la largo de los siglos. ¿Por qué? La propia Virginia nos advierte que el hombre no quiere ver en la mujer a una rival, a alguien con quien competir, o a alguien que pueda poner en tela de juicio sus acciones, sino a un ser que lo admire sumisamente. El hombre, nos dice Virginia Woolf, quiere que la mujer sea como una especie de espejo que le devuelva su imagen agrandada; esto es, que le devuelva una imagen virtuosa y heroica de sí mismo. Así él podrá sentirse superior y seguro, en un mundo que le exige tan denodados y constantes esfuerzos para salir adelante.

La autora hace hincapié, así mismo, en el hecho de que los personajes femeninos de la literatura no carecían de personalidad y carácter; pero era imposible conocer la vida de una mujer real en la época de Shakespeare. Mientras que los poetas ponían frases inteligentes e ingeniosas en la boca de sus protagonistas femeninas, éstas, en la vida real apenas sabían leer y eran completamente ignoradas por la Historia. Era imposible (pues no recibían la educación adecuada, una educación equiparable a la que, ancestralmente, habían gozado los hombres) que en el siglo XVII una mujer pudiese escribir las obras de Shakespeare. Y nos ilustra este hecho narrándonos una historia espléndida sobre lo que hubiera ocurrido si Shakespeare hubiese tenido una hermana perfectamente dotada para la poesía, llamada Judith. En ese pequeño relato nos expone los obstáculos a los que debería enfrentarse para, finalmente, no conseguir escribir ni una sola línea, y acabar siendo humillada y burlada. Quizá acabaría loca, y aun podría llegar el caso de que optara por el suicidio.

La escritora argentina Victoria Ocampo (hermana de Silvina), gran admiradora de Virginia, calificó esa historia como “la más bella historia del mundo”. La historia es bella, desde luego, no sé si la más bella jamás narrada, pero sí una de las más tristes e injustas. Si el poeta varón, añade Woolf, había sufrido la indiferencia del mundo, la mujer que mostrara pretensiones literarias debía soportar además la hostilidad y las burlas del género masculino.

Virginia repasará la historia de las mujeres que osaron escribir, desde el siglo XV hasta su presente, echando de menos en estas mujeres la libertad creativa y las experiencias vividas por los hombres; o, dicho de otro modo, la independencia económica de estos y su capacidad para pensar por sí mismas. En este sentido, sabe que la mujer carece de historia reseñable, y que la novela nunca ha hablado de sus verdaderos sentimientos y preocupaciones, de sus inquietudes y pensamientos, de sus deseos y anhelos, de sus esperanzas y sueños; es decir, de ellas mismas tal y como son. Si la mujer, dice, fuera capaz de decir la verdad sobre el hombre y sobre sí misma, el resultado sería de un interés sorprendente, “se enriquecerá la comedia, se descubrirán nuevos hechos”. Pero esto sólo podrá lograrlo cuando escriba de tal manera que el sexo sea inconsciente de sí mismo. Porque no debemos limitar nuestra visión, sino que debemos ver más allá de las relaciones personales entre hombres y mujeres, pues formamos parte de un mundo más amplio.

Llegados a este punto, Virginia Woolf hará una apología de la mente andrógina, “creadora por naturaleza, incandescente e indivisa”. Una mente abierta, nos dice, de par en par. Una mente libre y en paz, capaz de comunicar su experiencia de forma plena. Lo cierto es que ya en el primer capítulo del ensayo, la autora nos demuestra que tanto el hombre como la mujer pueden estar perfectamente capacitados para la poesía, comparando los versos de Alfred Tennyson con los de Christina Rossetti. Ambos parecen, incluso, escribir el mismo poema, ambos parecen complementarse, formando esa misma mente andrógina de la que nos habla la autora.

Y concluye advirtiendo lo que sugirió en un principio, que sin independencia económica y sin una habitación propia la mujer no puede crear grandes obras literarias. Esa independencia económica (que Virginia cifra en 500 libras al año) es metáfora del “poder de contemplar”, de poseer tiempo para uno mismo. Y la habitación propia, metáfora ésta más compleja, hace referencia no sólo al “poder pensar por uno mismo”, a la necesidad de intimidad y silencio que solicita el creador, sino también a un ejercicio de abstracción que libere, en este caso, a la mujer de sus ataduras ancestrales; un lugar cerrado, en el que no permita la entrada a las opiniones ajenas, a discursos de educadores y tutores, ni siquiera a la propia conciencia de la situación tradicional de dependencia y sumisión que la mujer ha sufrido desde siempre. Por supuesto, también debe desoír a aquellos que, en el momento presente (1928), someten a la mujer a juicios denigrantes por causa de sus aspiraciones creativas, políticas, sociales, etc. La propia Virginia parece consciente de que la mujer, para madurar en todos esos aspectos, necesita aún cien años más; tras los cuales podrá disfrutar de esa tradición literaria y de ese estímulo de libertad, que hasta entonces habían sido privilegio exclusivo de los hombres.
Más arriba he dicho que este ensayo era clarividente, y ya en el siglo XXI podemos afirmar, creo yo, que las mujeres han dado la razón a Virginia Woolf cumpliendo con sus previsiones; ya que no sólo realizan toda clase de trabajos antes reservados a los hombres (incluidos los artísticos y científicos), sino que lo han hecho con la misma solvencia y eficacia (muchas veces incluso mejor). Y es que cuando Virginia Woolf reclamaba para la mujer independencia económica y una habitación propia, no estaba sino exigiendo algo que los hombres, en general, siempre habían tenido a su alcance; es decir, reivindicaba los mismos derechos y las mismas oportunidades para las mujeres que para los hombres.

En definitiva, Una habitación propia es un magnífico ensayo, audaz y esclarecedor, tan bello, casi, como la historia de la supuesta hermana de Shakespeare; pero tampoco deja de ser cierto que nunca hubiese sido escrito si la historia de la mujer hubiese sido otra. Porque ¿puede darse la literatura, o al menos cierto tipo de literatura, en un mundo justo, en una sociedad donde el hombre y la mujer se sientan libres y satisfechos? Luis Landero escribe: “Somos narradores por instinto de libertad, porque nos repugna la servidumbre de la propia condición humana en un mundo donde no suele haber sitio para nuestros afanes de verdad, de salvación y de plenitud”. Pero también nos dice el escritor extremeño: “Del mismo modo que la realidad nos pone en nuestro sitio, nosotros, por medio de la narración, ponemos a la realidad en el suyo. El mendigo deviene príncipe, la realidad se rinde ante el deseo, la vida se confunde por un instante con el sueño”. Y es que los libros también pueden incidir en la realidad. De hecho, Virginia Woolf hizo cuanto estuvo en su mano por colocar a la mujer en el lugar que le corresponde en la sociedad; y ha logrado con su obra que este mundo sea un poco menos injusto.
 

Autor del artículo: Miguel Bravo Vadillo

Miguel Bravo Vadillo nace en Badajoz en 1971. Es colaborador habitual de la revista cinematográfica Versión Original, editada por la Fundación ReBross de Cáceres. En los últimos años ha publicado poemas y cuentos en la colección El vuelo de la palabra, editada por el ayuntamiento de Badajoz. Fue uno de los autores seleccionados para la 4ª entrega de “3X3 Colección de poesía”, que dirige Antonio Gómez y publica la Editora Regional de Extremadura. En 2013 Ediciones Vitruvio ha publicado su poemario Destellos.

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